La formación de los
futuros presbíteros y la presencia de la Iglesia en el mundo de la
salud
Mensaje de SS Benedicto
XVI
a los obispos italianos
reunidos en Asís para celebrar su 55° asamblea general
14-18 de noviembre de
2005
Venerados y queridos
hermanos:
Deseo haceros llegar con este
mensaje el testimonio de mis sentimientos de profunda comunión y de
participación espiritual en los trabajos de vuestra asamblea general. Saludo con
gran afecto a vuestro presidente, cardenal Camillo Ruini, a los tres
vicepresidentes, al secretario general y a cada uno de vosotros, sabiendo bien
con cuánta solicitud seguís a las comunidades encomendadas a vosotros para
guiarlas y sostenerlas en el camino hacia la santidad. Está aún vivo en mí
el recuerdo del encuentro que tuve con todos vosotros el pasado 30 de mayo, con
ocasión de la precedente asamblea general. Os dije entonces, a pocas semanas de
mi elección como Sucesor de Pedro, que me sentía “íntimamente confortado por
vuestra cercanía y solidaridad” (Discurso, 30 de mayo de 2005: L’Osservatore
Romano, edición en lengua española, 3 de junio de 2005, p. 8). Hoy, a distancia
de algunos meses, también gracias a los encuentros que tuve con muchos de
vosotros con ocasión del Congreso eucarístico nacional de Bari, de
la XX
Jornada mundial de la juventud en Colonia y de varias
audiencias, me sostiene cada vez más la certeza de que “juntos podremos cumplir
la misión que Jesucristo nos ha encomendado; juntos podremos dar testimonio de
Cristo y hacerlo presente hoy, al igual que ayer, en los hogares y en
el corazón de
los italianos” (ib.). Durante los trabajos de vuestra asamblea afrontaréis
diversos temas, entre los cuales, principalmente, la formación de los futuros
presbíteros y la presencia de la Iglesia en el mundo de la salud. Ambos son de
gran importancia y les dedicáis justamente vuestra atención con vistas a
orientaciones y opciones que podrán ser de verdadera ayuda para el pueblo de Dios y para toda
la nación italiana.
La Iglesia necesita hoy sacerdotes
que sean plenamente conscientes del don de gracia que reciben con la ordenación
presbiteral y con la misión encomendada a ellos, en un tiempo de rápidos y
profundos cambios. A fin de que nuestras comunidades crezcan armoniosamente en
la verdad y en la caridad, en torno a la Eucaristía y a la palabra de Dios, es
indispensable la presencia de sacerdotes que actúen en nombre de Cristo y vivan
en íntima unión con él, que los ha llamado y enviado. La Iglesia necesita
presbíteros que sepan conformar siempre su conducta con el modelo del buen
Pastor, dejándose guiar con docilidad por el Espíritu Santo, en plena comunión
con sus obispos. Al mismo tiempo que siento con vosotros el deber de dar gracias
a todos los sacerdotes que en Italia, con gran abnegación, a menudo en el
anonimato y trabajando sin descanso, contribuyen a hacer que nuestras parroquias
y comunidades sean vivas y ricas en gracia, comparto con vosotros la
preocupación por la disminución del clero y por el progresivo aumento de la edad
media de los sacerdotes. Por tanto, es necesario y urgente incrementar la
pastoral vocacional, definir cada vez mejor la propuesta formativa, de modo que
se garantice una preparación humana, intelectual y espiritual que esté a la
altura de los nuevos desafíos que el ministerio sacerdotal está llamado a
afrontar. Como dije a los seminaristas durante el encuentro del 19 de agosto en
Colonia, el seminario debe ser el contexto en el que madura la “búsqueda de una
relación personal con Cristo” y que, por eso, “es un tiempo significativo en la
vida de un discípulo de Jesús” para una formación que "tiene diversas
dimensiones que convergen en la unidad de la persona" (Rezo de Vísperas en la
iglesia de San Pantaleón, 19 de agosto de 2005: L’Osservatore Romano, edición en
lengua española, 26 de agosto de 2005, p. 7). Igualmente importante es que esta
acción formativa se lleve a cabo en un contexto comunitario, para ser un reflejo
de la comunión de vida que Jesús tenía con sus discípulos, y para hacer que los
diversos elementos del proyecto educativo se unifiquen en torno a las exigencias
de la caridad pastoral. Por ser la tarea de los sacerdotes central e
insustituible, hay que cuidar su formación, partiendo de la cualidad de los
formadores. Todos los fieles pueden contribuir al florecimiento de las
vocaciones y a la formación de los presbíteros, rogando al Dueño de la mies,
porque lo que forja a un sacerdote es, en primer lugar, su oración y la oración
que toda la comunidad eleva al Señor por él y por su
ministerio.
Otro tema al que dedicaréis parte
de los trabajos de vuestra asamblea es el de la pastoral de la salud.
Ciertamente, la enfermedad plantea graves y complejos problemas
a la organización social y representa uno de los principales capítulos del
servicio que hay que garantizar a los ciudadanos, pero constituye ante todo una
dimensión fundamental de la experiencia humana, que interpela la misión de la
Iglesia y la conciencia de los creyentes. En efecto, no es una casualidad que el
Señor haya querido acompañar el anuncio de la salvación con muchas curaciones de
personas que sufrían y que la comunidad cristiana, en todas las épocas, haya
hecho del cuidado de los enfermos un signo de la caridad de Cristo. Queda
grabado en nuestro corazón
el testimonio que nos ha dado mi amado predecesor Juan Pablo
II: hizo de la cátedra del sufrimiento una cumbre de su
magisterio.
Iluminada y animada por un
testimonio tan grande, la Iglesia está llamada a manifestar solidaridad y
solicitud hacia quien afronta la prueba de la enfermedad, en primer lugar
ayudando a ver la enfermedad y la muerte misma no como una negación de lo
humano, sino como un itinerario que, siguiendo las huellas del sufrimiento, la
muerte y la resurrección de Jesús, nos conduce a la vida verdadera y eterna.
Merecen ser sostenidas y promovidas las instituciones católicas que tanto hacen
en el ámbito sanitario y de la asistencia, para que sean cada vez más ejemplares
en conjugar la innovación y la competencia científica con la atención primaria a
la persona y a su dignidad. De particular importancia es la misión de los
capellanes, que en las galerías de los hospitales encuentran y sostienen
espiritualmente a las personas enfermas, haciéndoles sentir la presencia
afectuosa y consoladora de nuestro único Salvador Jesucristo. Del mismo modo,
ante la pretensión, que aflora a menudo, de eliminar el sufrimiento recurriendo
incluso a la eutanasia, es preciso reafirmar la dignidad inviolable de la vida
humana, desde su concepción hasta su término natural.
Queridos hermanos obispos
italianos, durante los trabajos de vuestra asamblea recordaréis de manera
especial el cuadragésimo aniversario de la conclusión del concilio Vaticano II.
Me uno de todo
corazón a vosotros en esta conmemoración, en espera de la
celebración, que yo mismo haré el próximo 8 de diciembre, del don extraordinario
que la Iglesia y la humanidad han recibido a través del Concilio. Además, deseo
deciros que aprecio mucho el discernimiento tempestivo y el compromiso unitario
con que ayudáis a vuestras comunidades y a toda la nación italiana a actuar en
favor del bien de las personas y de la sociedad. Os animo a proseguir
por este camino con serenidad y valentía, para ofrecer a todos la luz del
Evangelio y la palabra de Aquel que es el camino, la verdad y la vida (cf. Jn
14, 6) para nosotros y para el mundo.
Os encomiendo a todos a la
protección amorosa de Santa María de los Ángeles e invoco a san Francisco y
santa Clara de Asís, tan queridos por los italianos, para que os guíen en la
reflexión y os ayuden a promover la fe y la santidad de vida en el pueblo cristiano. Os envío a
cada uno de vosotros, a vuestras Iglesias y a toda la nación, junto con la
expresión de mi profundo afecto, mi bendición apostólica.
Vaticano, 10 de noviembre de
2005
L’Osservatore Romano, ed. en español, 25 de
noviembre de 2005, página 655